En el 2007 la editorial
Salamandra publicó este libro de
John Boyne, convertido en un éxito internacional.
Yo la verdad es que sentí curiosidad en su momento, pero se me pasó leerlo.
Estas navidades la editorial ha tenido la gentileza de felicitarme con la
edición ilustrada por Gianni De Conno, de dicha obra.
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Una edición cuidada en tapa dura, llamativa y con unas ilustraciones de carácter realista, con unos matices que pertenecen al mundo del cine, de la fotografía antigua, de algo que se quiere captar , pero que no se fija del todo porque vive por sí mismo en esos tonos y trazos un tanto velados.
La
traducción de Gemma Rovira fluye y el texto, fácil en sí, se lee con igual facilidad.
Es una historia emotiva en la que el autor pone de manifiesto con maestría la psicología infantil. Los niños, víctimas siempre inocentes de la barbarie adulta en todas y cada una de las guerras en que éste se empeña, buscan su propio espacio y tratan de entender lo que a todas luces siempre ha sido y será la mayor locura.
Ellos se interesan por conservar el cariño, el calor de sus vidas anteriores y por recobrar los amigos que han perdido en el horizonte sin ninguna explicación.
Creer que a un niño se le puede trasladar como si fuera una maleta es también bastante típico de los adultos, preocupados siempre por lo que consideramos cuestiones de vital importancia.
Quizás hoy en día ya estemos en la era en que se dialoga más o se dan más explicaciones de lo que se hace en una familia, pero habría que ver cómo, cuándo, en qué familias y en qué circunstancias. Desde luego en los años 30, los niños eran invisibles cuando no utilizados para duros trabajos. La pena, lo más duro de todo, lo que puede conmover del libro es precisamente que en muchos lugares del mundo y desde luego en las zonas en conflicto, los niños siguen siendo igualmente invisibles y utilizados.
Este libro puede ser un grito. Denuncia más que una época, una situación, la del ser humano adulto embarcado en su propia vida, creyendo que todo marcha tal y como se ha propuesto, sin pensar que hay mundos y vidas paralelas que corren al hilo de la suya propia y que se mueven independientemente.
Que Bruno quiera ser explorador de mayor es la mejor metáfora de esa realidad desgraciadamente inacabada, dado el empecimamiento por resolver las cuestiones por la fuerza bruta. ¿Aprenderemos alguna vez?
En esta historia, dos niños, uno alemán y otro judío, se ven a ambos lados de una alambrada sin comprender qué hacen ahí y sin conseguir saber por qué no pueden jugar.
El gesto de sentarse y charlar. La comida llevada a escondidas, los diálogos perfectos de 9 años envueltos en la lógica aplastante de su edad, el deseo de explorar el mundo del otro para comprender y para ayudar, el no ver la muerte por más presente que esté, el amor a la vida, el sentido de la amistad que les lleva a enlazarse la manos, a jugar en un mundo en el que no se puede jugar... son actitudes que corren paralelas a las de unos adultos, plenamente conscientes de lo que ocurre, viviendo la crueldad, la frialdad, el ascenso social, sin medir tampoco las consecuencias de unos actos que nunca hubieran imaginado terribles para ellos.
Es una historia original, a pesar de haber visto y leído tanto sobre los nazis porque el punto de vista es el de los niños. El final hace verosímil una historia que ha conmovido a tantos y tantos lectores, entre los que me encuentro.
A juicio de cada uno queda para qué edad es este libro.
Yo pienso que es para los 12 ó 13 años, justo para lectores cono Gretel, la hermana de Bruno, cuya psicología preadolescente también está bien dibujada. A esta edad ya pueden leer entre líneas, ya pueden asimilar realmente lo que se cuenta.
"...durante varias semanas Bruno siguió saliendo de casa cuando se marchaba Herr Liszt y Madre echaba la siesta. Daba el largo paseo junto a la alambrada para reunirse con Shmuel, que casi todas las tardes estaba esperándolo allí, sentado en el suelo con la piernas cruzadas, con la vista clavada en el árido suelo."